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“Etxeko sagastia” / (Liburu zehatzik ez)
“Etxeko sagastia” J. Aitzol / El Día, 1935-04-12
El manzano del hogar
Ahora empieza a brotar la flor blanca del manzano. Flor blanca que vista algo a distancia desde el pie de la montaña engalando las laderas del Ernio, se le antojaba a la imaginación de nuestro gran “Lizardi” copo de nieve, misteriosamente suspendido en el aire.
En la flor del manzano simbolizó “Lizardi” la primavera gipuzkoana. “¿A que mirar, si es la primavera, al hayal joven que hay junto al camino?”. “¿A que comprobar si desnudose ya del follaje seco y si, heraldo de los bosques anchurosos, cubrióse ya de nuevo adorno?”.
“¡A nada miréis ojos míos!… Siénteme al borde del camino, y contémplete a tí, manzanal… Manzanal blanco y nuevo, que semejas paraíso de mariposas, o nevada inmovil en el espacio”, escribía en “Sagar-lore”.
“Ene begiok, ez so besteari;
bide-ertz onetan nadin eseri,
iri begira sagastia…
Sagasti gazte, sagasti zuri,
inguma-atsentokia idur
elurte arian geldia!”.
Tales evocaciones, sin duda alguna suscitaba el manzano en “Lizardi”, que quiso cogerlo como expresión de una de sus poesías, para nosotros la más íntima de aquella que con más fuerza refleja su mundo de amor familiar. Por eso a la poesía, que canta la fecundidad vital del propio poeta la titula, tan expresivamente, llamándola “Etxeko sagastia”.
Esta composición poética que, hasta el momento actual ha permanecido inédita, escondida entre los papeles del poeta zarauztarra, acaba de sacarla a la luz la revista “Yakintza”, como homenaje en el segundo aniversario de su muerte.
Poesía, que para todos cuantos le quisimos y amamos tiene un sabor de evocación agridulce. En ella parece predecir, por la fuerza de la inspiración súbitamente convertido en profeta, su próxima muerte.
Recuerda en al introducción de “Etxeko sagastia” la bondad de Dios, que requiriéndole mil veces en la vida con amoroso cuidado, le hizo el regalo delicadisímo de la fiel compañera de su vida.
Las flores de su amor —dice “Lizardi” con frase intraductible— son esas cuatro manzanas: “No son ellas sino la fragancia de aquella (la esposa) y el impulso de mi poder generador”.
“Loreak zitu dakar:
ona lau sagarño.
Zer dira arnas nereak
ta aren usai baiño?
Reflexiona, con delicadas imágenes sobre los secretos misterios y las virtudes admirables de la sangre, que es cadena eterna que une a las generaciones… Halla símiles precisos entre el fruto del manzano y la obra de su amo. Con ella se recrea, al comprobar la semejanza entre sus hijos y su esposa.
“Nire poza zeraten
igali buguñak;
amaren eta zuen
iduri lagunak
bitza zuzen erabil
nire gogakunak;
argi, bitza betiko,
aitaren egunak”.
En este manzanal casero quiere saturarse de fragancia. Tanta felicidad teme perderla y se apresura a pedir a Dios que la haga eterna para que ni el manzano envejezca ni sus frutos se malogren… Mas si alguno debiera desaparecer, sea él quien primero se malogre para la tierra.
“Nire sagasti ontan
Egurastu nadin;
iñorentzat ez dezat
nai aren atsegiñ
ta al ba ledi, ots, Jauna,
irun beza berdin
utsik gabe: nik lenen
dezaket aldegin”.
Dios, que así se llamó múltiples veces el “nekazari”, trasplantó este robusto manzano del bosque de Euzkadi al otro de vida sempiterna. El Señor escuchó su voz y arrancó la savia del manzano…
Era la tibia mañana de marzo. Subíamos en peregrinación anual, fraternal y poética, a la cumbre del Mutitegi. Ibamos por el bosque de tupidísimo ramaje, que, apenas, en embrión presentaba sus brotes. Era el manzanal, idolatrado por “Lizardi”, y por él, maravillosamente inmortalizado.
Al trasponer el bosque para entrar en la pequeña campa donde se levanta el rústico monumento erigido en honor al poeta, quedamos instantáneamente petrificados. Rasgamos la órbita de nuestros ojos para advertir que no soñábamos. Giramos nuestra vista por todo el paisaje: frente a nosotros, la aldea de Urkizu, a nuestra derecha el promontorio de Ollangor, a nuestra izquierda, el macizo puntiagudo del Txindoki. No, no era un sueño.
Estábamos, realmente, emplazados en la colina, frente al monumento de “Lizardi”. Dueño de nosotros mismos, pero atónitos, contemplábamos que un religioso de pardo sayal, arrodillado, rezaba junto al tosco recordatorio de piedra.
Era un capuchino. Vínosenos a la memoria, sin pretenderlo, la evocación de “Loramendi”, del joven poeta capuchino, que murió once días más tarde que el vate zarauztarra.
No, no era “Loramendi” el que rezaba: pero, era capuchino como el lo fué: joven como lo hubiera seguido siendo aún: poeta también, como él. Era el vate capuchino Gaztelu, seguidor fidelísimo de “Loramendi”, tan magnífico de forma sonora y riqueza y exuberancia de imágenes como éste.
La visita de Gaztelu a “Lizardi” era un adios de despedida. A Gaztelu no nos lo ha arrebatado la muerte: pero Dios se complace en alejarlo de Euzkadi con rumbo a otros mundos.
¡Hasta cuándo se ha de complacer el Señor en sus designios insondables, arrancando tanta flor de nuestro suelo esclavizado!
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