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Arrats beran / Lauaxeta / Verdes Atxirika, 1935

Poetas Vascos E. / Euzkadi, 1936-02-23

“Arrats-beran”, de “Lauaxeta”

Entre todos los actuales poetas euskeldunas, Urkiaga es, a nuestro juicio, el de tipo más moderno. Hay algún otro, “Orixe”, cuya literatura nada tiene de aire de moda. No es de los que se adscriben por nada externo a determinada época y agradará siempre a todo hombre de verdadero gusto. No quiero insinuar con esto —¡Dios me libre!— que todo lo que viste al día con el mismo se deshace y extingue en el mundo del arte. Ni mucho menos. Lo corriente y lo natural es no sólo pertenecer a una época, sino manifestarse en todo como su expresión. Y toda expresión que encarne hermosura real, auténtica, genuina, adopte las formas que adopte, aún las más contrapuestas, vivirá con vida perdurable, con lozanía perenne.

Urkiaga es moderno, y, por moderno, innovador. Desde sus primeros ensayos poéticos descubrió paladinamente su intento de aclimatar en la literatura euskérica algo hasta ahora en ella desconocido, y fruto a la sazón en otros de última hora. Su caso en este punto es muy diverso del otro interesantísimo del gran lírico “Xabier de Lizardi”. La recia personalidad artística de este malogrado poeta es el factor que determina con mucha ventaja sobre cualquier cálculo o premeditación la novedad insólita de sus obras. Nació gran poeta, y gran poeta en el más difícil de los géneros: en el género lírico.

Gloria es, y gloria no pequeña de Urkiag, el que hoy por hoy, se le puede alinear más cerca que a ningún otro junto a un “Lizardi” y un “Orixe”. Si cada lengua, como dijo Miguel Antonio Caro, es en si mismo una región intelectual, con su fisonomía y sus horizontes propios, también lo es cada verdadero artista, y entre ellos, como el que más, todo verdadero poeta. Urkiaga como tal. Ni en su “Bide-barrijak”, ni en su reciente “Arrats-beran” deja de presentarnos su individualidad poética bien distinta, perfectamente caracterizada. Pero con una diferencia que no quiero pasar por alto. “Arrats-beran”, con ser en su aspecto de la tendencia innovadora tan animoso como “Bide-barrijak”, alcanza mejor que este libro una seguridad definitiva, un éxito mucho más feliz, porque su nueva creación, lo que él llama alguna vez romance y no es ningún romance, lo que parece balada y no siempre es balada, al menos del tipo corriente, corresponde a su temperamento peculiar de poeta, y lo traduce de modo más espontáneo y con mucha más exactitud que todas las anteriores. No es el romance castellano del romancero aue florece encantador en el siglo XV y los tiempos que inmediatamente le preceden y le siguen, aunque recoge de él lo más atractivo de sus méritos incuestionables: la sencillez y gracia narrativas, la pintura de rasgo realista y directo, el rápido y animado dialogismo y las transciones sin transición, que le dan su tono tan hondamente popular. Por lo que hace a la forma, tiene mucha más analogía con la balada germánica —no tanto la de Goethe y Schiller, como la de Uhland—,y a ello contribuye la continuada regularidad de sus estrofas y el aire de vaga imprecisión, de margen de misterio que envuelve los pasos de sus leyendas. Balada es, y preciosa balada, “Iru zaldunak”, y balada “Kiñuba”, y, como esas, varias otras. Pero, de ordinario, se distingue de ella también con cierta fineza y esmero de corte parnasiano, por algo de lo que convierte en suyo de los romances, por su distribución en cuadros que enmarca la réplica en ritornelo, y, sobre todo, por su mucho más complejo lirismo, nota esta última que es, a fin de cuentas, la decisiva. Como que hay autores modernos, y no se cualquier categoría, que reducen toda emoción estética —caudal de todo arte— a la aprehensión, como por contacto, del propio yo, en su ápice más íntimo, o de la realidad por medio de él.

Los versos de Urkiaga vibran siempre con un ritmo peculiar muy suyo, frágil y leve, rápido y punzante, popular y refinadamente exquisito, pero sin que por ello degeneren en monotonías o repeticiones de fondo ya exhausto. Su variedad es inagotable. Sin extremar el examen y la comparación se nos muestra en seguida en “Arrats-beran” por el particular sabor que la lectura de cada poesía nos produce. Todos llevan su sello, el rasgo, como si dijéramos, de su propia letra; pero los temas son muy distintos, y cuando éstos no lo son, lo es el modo de tratarlos.

Hay unos sociales como “Langille eraildu bati” y “Txo moskortua” (sic), ese grito de inmensa conmiseración ante el rebajamiento moral, para estupidez y torpeza del adolescente borracho y suicida y de sus emborrachadores. Hay otros anacrónicos y quevedescos, aunque sin la hiriente y cáustica acrimonia del célebre satírico español, como “Ardua eta atsoa”, “Mutxurdiña”, y sobre todo, por la obra maestra de ejecución, “Kanta ariña”, desenfadada apología del vino y del deleite de su saboreo moro[so] y relamido, a que no llegan los antiguos paganos, y que sólo por una inconsecuencia desaprensiva cabe en el mismo volumen que “Txo moskortua”. Los hay graves y meditabundos, vos de angustia de las tragedias íntimas y de los eternos problemas del hombre abandonado a sí mismo, como “Ziñeste bakua” y “Ondartza”. Los hay también románticos y medievales, con actitudes y ropajes de otros tiempos ya remotos, pero con intención de actualidad y actualísima, al modo de Tennyson, pero menos futura y más eficaz, como “iru zaldunak” y “Amayur Gastelu baltza”. Los hay, finalmente, aunque sin agotar la clasificación, arcádicos, de égloga campesina, como “Burtzaña”, tan sencillo y acabado, acierto indiscutible, signo de una antología. Es un canto del atardecer de la vuelta al hogar con el carro bien repleto de hierba olorosa, bamboleante, y dejando a su paso, como aérea huella sonora, el chirrido estridente de sus ruedas, que rasga la paz de la campiña y de la dulce ondulación de las coplas del carrero, bajo el resplandor trémulo de la primera estrella, heraldo luminoso de la noche. Algo así es, en su mejor y mayor parte, “Artzañarena”, otro lindo cuadro campestre, verdadero idilio clásico, saturado de fragancias y rumores de la aldea; pero truncado en su última estrofa con un par de versos que tal vez no son otra cosa que la revelación de que el poeta se divierte y con el toque realista de los groseros y brutos gañanes resuelve en punzante ironía la hermosa escena bucólica. ¡Es lo moderno! Pero el precedente es antiquísimo y nos lo dió ya Horacio en su “Beatus ille…”, como puede probarse en la versión euskérica de “Orixe”, tan buena como las más alabadas. Yo creo que ambos finales desentonan, aunque sitúen el asunto en cada caso en su verdadero modo de ser. Y es que no está ahí la poesía. La poesía está en todo lo que a ese rasgo satírico precede, y su prueba más palmaria la tenemos en la hondura y suavidad del sentimiento palpitante en cada uno de los versos y cada uno de los detalles de su hermosísima pintura del campo y de la vida del campo.

La brevedad que impone un artículo de periódico no nos permite ir señalando con su debido elogio cada una de las poesías del libro, aunque sean cosas tan lindas como “Itxas-ondokoena”, “Bolatxu zuria” (sic), “Mayatzeko gurutza” y la otra “Canción de Mayo”, que pudo muy bien alcanzar altura y eternidad, de nuestro anhelo de Dios, de no haberse reducido, como por su postrera se reduce, a solo un registro madrigalesco, a mero amor humano. Contra, por otra parte, que proclama muy alto su siceridad.

Por sincero y por consciente de sus fuerzas no arredan a Urkiaga los temas tratados felizmente por otros, ni siquiera los mismos que se han hecho célebres en la literatura universal. Y es que cuando él los toma en sus manos, los rejuvenece o transforma con nuevo soplo de vida. La muchacha que él envía al prado en su “Zelaya” resplandece con más gracia y delicadeza que la “Dorila” de Meléndez Valdés, y su “Narkis”, cuyo regocijado y regocijante “Jai-jai!” no reproduce en modo alguno el “¡Olé!” —moderniza con su tono zumbón al doncel enamorado de sí mismo— de las “Metamorfosis” de Ovidio, y sin alterar los datos de la leyenda primitiva, le presta un caracter complejo, ambiguo de seriedad y de ironía, muy distinto del que le diera el poeta romano. Prueba clarísima de que no es jamás una simple copia sino autor que siente y habla por su cuenta, con personalidad muy suya, que se infunde en lo más íntimo de su inspiración, como su alma vivificante a todas y cada una de las partes de su obra. De ahí, también, que ésta resulta de una mente y de un afecto muy vascos, “Vasco y cosmopolita, nuevo y viejo”, parece su lema.

No cumpliría como debo si no añadiese ahora, que el principio de “Abeslari bati” me desagrada como algo impropísimo del euskera, como un remedo nada afortunado de aquella lección famosa: “Y dejas pastor santo…” de la oda de Fray Luis; que “Txiribogiñaren alabea”, moderno en todo, es además, y para serlo de mala manera, afectista; que historietas como “Udaberriko autorkuntza” (sic), en ambientes viciados por la irreligión, como está el de nuestros días, aun desprovistas como yo las creo de intención malévola, más probabilidades llevan de causar daño que provecho alguno; que la “traducción española” impresa por separado que acompaña el elegante volumen, puede perjudicarle mucho ante los que no pasan de él o pasen apenas, pues altera a veces con adiciones y variantes de forma no tan accidentales el texto, y sobre todo, el tono del original, frágil y refinado siempre, pero siempre más obvio, más ingenuo y sencillo, más poético, seimpre menos palabrero y preciosista, y que —lo que tengo por más lamentable— choca con el conjunto de su lenguaje cierta dificultad de aspereza no tanto bizkaina como Lauaxeta, que le resta pronta comprensión y le aparta más de lo que convendría del pueblo.

Pero ni tales defectos ni otros cuelesquiera que puedan achacársele, obstan en modo alguno para que digamos resueltamente, como lo decíamos al comienzo y ahora queremos de nuevo repetir, que nadie tan culto y moderno entre los actuales poetas euskaldunes como Urkiaga, nadie como él, tan cerca de “Lizardi” y de “Orixe”. Junto a “Biotz begietan” y “Barne-muinetan” de aquellos, su “Arrats-Beran”.

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