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Tori nire edontzia / Iokin Zaitegi /
Tori nire edontzia! E. / El Día, 1934-06-12
Aunque reducidos al campo de su propia vocación, el apostolado evangélico de la palabra y de la pluma, es cierto que los jesuitas no son indiferentes ni ajenos al actual resurgimiento literario del euskera. Un nombre, el del padre Olabide, basta para que conserve su gloria la Compañía, en este punto, para el que tanta gratitud le debemos los vascos, a la misma altura a que la levantaron los Padres Larramendi, Cardaveraz y Mendiburu. Las obras del sabio Padre Olabide, no van en zaga en mérito a las más meritorias de aquéllos. De la última, el “Itun berria”, llegó a escribir juez tan competente en estas cosas, como “Orixe”, que “sin vacilaciones hemos de afirmar que no existe en euskera otra de tan titánico esfuerzo”. Su “Giza soña” es también un buen ejemplo de su formidable empuje. Abrió brecha y camino con él a una serie de trabajos necesarísimos para adaptar con rapidez nuestra viejísima lengua a las exigencias del pensamiento y de la cultura de nuestros días. Pero tan arduo es el empeño que nadie se ha animado a continuarle. Para citar solo un par de nombres, entre los no poco dignos de serlo, que a todos nos vienen a la memoria, popular es en los valles de Vizcaya el fervoroso misionero Padre Juan José de Goicoechea, y en todos los de Guipúzcoa, y en muchas de las regiones limítrofes el infatigable Padre Jorge de Aguirre, el gran amigo de los jóvenes, quien desde el púlpito y desde las páginas de la revista y del libro, ha dado el modelo de un euskera en el que la pureza, la sencillez y la claridad se hermanan, como en pocos y rara vez sucede, a pesar de que todos vemos que sea ello y en cualquiera clase de propaganda tan necesario.
La poesía y la amena literatura, no parece que las toman generalmente los Jesuitas, sino como un ejercicio de educación, como un medio de capacitarse de un modo cabal, humanísimo, para otros ministerios más altos y trascendentales. Pero la cultivan y una hojeada a sus publicaciones le confirmará, a quien lo dude, lo que decimos. De aquí, —del considerar los Jesuitas como un ejercicio de formación, el cultivo de la poesía—, ha podido nacer la idea que lanzó primero Menéndez y Pelayo, y que después repitió alguno, como don Angel M. de Barcia, de que “ha sido tan común entre los de su Orden la diserta y elegante facilidad de versificar, como raro el talento poético propiamente dicho”. El Padre Quintín Perez S.I. concienzudo, sincero y amable crítico, en el prólogo al tomo III de “Recuerdo de un centenario”, tratando como de propósito esta cuestión, y declarándola, confiesa que sus poetas, como tales, si no le superan, tampoco descienden al rango de la “Aurea mediocritas” y en todo caso son “algo más que simples versificadores”.
Los certamenes de la poesía vasca, organizados por la sociedad “Euskaltzaleak”, van demostrándonos con hechos indiscutibles, que sea lo que fuere respecto a las literaturas de otros idiomas, por lo que hace al nuestro, no faltan en él jesuitas poetas, y poetas de calidad, clasificables entre los mejores.
El más codiciado de sus premios lo conquistó el año pasado un jesuita, el Padre Etxeberria; y ahora un año más tarde, en el de Zarauz, vuelve a apropiárselo el Padre Zaitegui, jesuita como aquél. Y ni del uno ni del otro se puede decir con verdad que no son poetas, que no pasan de buenos versificadores. El primero, si de algo peca precisamente, es de cierto descuido en la técnica, y de cierto desaliño como despreocupado. Lo que da valor y noble presencia a sus versos no es su impecabilidad, sino la honda y varonil ternura y el delicado y penetrante perfume, idílicos y virginales, que constituyen la quinta esencia de la poesía de la montaña y del caserío vascos.
El Padre Zaitegui, con nutrirse de la misma savia, y respirar el mismo ambiente, y alimentar los mismos ideales, con ser como su hermano, un euskeldun de pura raza, auténtico, resulta, sin embargo, un poeta muy diferente. Su poema premiado “Tori nere edontzia”, presenta no menos que “Bost lore” —el del Padre Etxeberria—, todos los caracteres que acreditan ejecutoria y abolengo vascos, y vascos hasta lo más íntimo; pero artísticamente, y a toda luz, tan alumno como de Euzkadi, es alumno de Grezia. “Edontzia zu”: esta espléndida filigrana del arte, este vaso humilde y magnífico a la vez, que ostenta en la gala de sus grabados el resumen de toda la vida de nuestro diminuto pueblo —la de la montaña y la de la mar—, obra amorosa y paciente de los ocios del pastor, y que el pastor entrega hoy como una ofrenda ideal, —la del ideal literario que simboliza— y por lo mismo, como una lección, al poeta, reconoce sus antecedentes manifiestos, como los fragmentos análogos de Mistral, de Dante y de Virgilio, a cuya sugestión debe sin duda también algo, en el gran Homero, y en su celebérimo escudo de Aquiles. Lo cual es tan verdad, que en “Tori nere edontzia”, aunque aliente en su primer impulso y en su último intento un soplo y hervor líricos; sin embargo, la concepción y desarrollo de su tema, son francamente épicos, lo mismo que su ejecución toda, hasta casi en el más pequeño de sus detalles. Recuérdense, porque su recuerdo, a pesar de que extreme un poco las cosas, nos ayudará para que veamos claramente lo que decimos, las dos poesías “Sopra il ritrato di una bella donna”, del pesimista; pero gran clásico a la griega, y aún el más clásico entre los clásicos modernos, del italiano Leopardi. Dos rasgos condensan vagamente el relieve o la estatua, y a su vista, se derrama la inspiración, puro lirismo, dolorida y lúgubre, sin que se vuelva sobre ellos o se recoja ningún otro.
El pastor, artífice de la talla del artístico vaso, narra su historia y describe las figuras con que le ha hermoseado. Ya la primera estrofa, sencillo apóstrofe del ofrecimiento, descubre el hondo y elevado sentido que el tallista ha puesto en su obra, o por él y en ella, el Padre Zaitegui en sus versos. “Ungido con sangre de la raza, con el hálito del espíritu de la raza lo perfumó”. Y cuadro tras cuadro, sucédanse a nuestros ojos lindas miniaturas en que todo vive “bizi bai bizirik” con el rasgo más saliente, más vigoroso y significativo de la realidad. El pastor y las escenas del pastoreo compendian la vida del vasco de la montaña; el pescador, el viejo timonel que entre las alborotadas olas conduce su lancha, la del vasco de la mar. Entre ambos se intercala un versolari. En medio de la primavera dió fin a su trabajo, añade: estrujando su corazón como un odre vivo, ha vertido dentro del vaso y “semejante a una rosa encendida”, “hirviente”, la “más hermosa de sus ideas” y “dulces recuerdos y miel de antiguas leyendas y estremecimientos del alma”. Y volviendo a apostrofarle al poeta a quien se lo regala, termina, recalcando, con su nueva forma, la idea del principio, y animándole, a beber siempre de buena gana de su vaso antes de escribir sus poesías.
Eso es el “edontzi” del Padre Zaitegui, y por su egraria labor, por su profundo y transparente simbolismo, debe, en justicia, despertar entre los euskaldunes, idéntico o mayor entusiasmo que entre los catalanes despertó en su día “La cansoun de la coupo” de Mistral. La poesía vasca tiene que vivir de la vida vasca, henchiéndose de ella hasta la saturación, si no ha de nacer para marchitarse, como mero artificio, antes de sazonada.
¿Cómo no reconocer la hermosura de esa concepción tan ingenua y exquisita, en la que todo: el pensamiento, el símbolo que lo encarna, los cuadros que lo desarrollan, y aun los detalles mínimos que lo contornean, reclaman nuestro elogio y nuestro aplauso caluroso? El Padre Zaitegui es poeta, y al menos en esta ocasión, buen discípulo del gran Homero. No es que le traduzca o le remede, como en vigor no le remeda ni le traduce el bellísimo trozo en que el pastor Hilario ofrece su copa a Mireio, en el poema inmortal de Provenza, trozo que ha podido muy bien servir de modelo al nuevo orfebre disfrazado de rústico; pero aquel ordeño de las ovejas, aquel versolari y los jóvenes que le rodean, sonrientes, aquel timonel, aquella mar y aquella barca, y tantos y tantos otros rasgos, —las son estrofas enteras y apenas hay una en que no apareceran en más de un verso—, por sí y por la posición que en el contexto ocupan, se dirían algo del peculio de Homero, “poeta soverano” según el epíteto de la “Divina Comedia”. Repito que no son una copia, un remedo; son el fruto de una asimilación lenta, no de un día, es cierto; pero espontánea; y nacido en presencia de objetos análogos, reproduce hoy en sus pinturas las pinturas de antaño, fieles trasuntos de una realidad aprehendida inmediatamente, y por lo mismo, brotan aún con la encantadora lozanía que en los tiempos antiguos. De pagar tributo más explícito lo paga solo a un autor moderno: “Txori bi egaka zeru garbi barna” es un eco de la voz de Eichendorff, el más simpático de los románticos alemanes.
La poesía del Padre Zaitegui parece nacer mucho más de la imaginación que del sentimiento: acaricia más con la luz polícroma de la fantasía, que con las afectuosas efusines del corazón; es más descriptivo, más épico que lírico. Yo no me atrevería a decir que no siente, que no infunde calor de vida, calor de emoción en sus versos, —no serían estos, entonces, como lo que son, poesía genuina, de ley— pero ciertamente, ese calor no irradia apenas, no irradia con fuerza comunicativa. Y es que la poesía del Padre Zaitegui está, sobre todo, en el punto de vista de las cosas, en el enfoque peculiar, que no es raro, pero sí muy suyo, y en el hilo de oro con que merced a él, traba y relaciona los elementos de cuanto mira ante sus ojos, levantándolos a ser expresión de una armonía nueva y más ideal, que es lo que constituye, en mi sentir, su verdadero fuerte como poeta.
¿Me será lícito ahora, sin rebajar en el menor punto lo que ya llevo dicho, exponer algún pequeño reparo? Callando las otras menudencias sobre las que no merece la pena el que llamemos la atención; yo señalaría que el desarrollo normal del poemita premiado, parece pedir mayor amplitud de la que se le da, para el cuadro de la vida del arrantzale, desproporcionada, no sabemos por qué, junto al del pastor.
Sobre la persona del Padre Zaitegui, he aquí los pocos datos que hemos logrado recoger. Nacido en Mondragón, el 26 de julio de 1906; hizo sus primeros estudios en el Colegio de los Padres de la Compañía de Jesús, de Durango; entró en ella recién cumplidos los quince años; vivió dedicado a su formación religiosa y literaria, en Logroño y Oña; enseñó por algún tiempo en América (Venezuela); volvió a Europa a buscar a sus hermanos en el destierro de Marneffe, y allí, donde cultiva a ratos y en sus ocios las Musas, espera recibir pronto las órdenes sagradas y poner fin a su carrera.
¿Acabará también con ella la del poeta? Porque no olvidemos lo que apuntábamos al principio: por la amena literatura pasan ordinariamente los jesuitas muy de camino… ¿No sonó gratamante y como una promesa en nuestros oídos y en ocasión solemnísima, el nombre de su compañero, el padre Argárate, cuando nos declamó un niño su valiente oda “Karmel, Karmel…!”, en el homenaje de Azpeitia a Etchegaray (sic)? Pues aunque vive, no sabemos que haya vuelto a chistar. ¡Y lo hacía tan bien…! Sea como fuere, felicitemos al padre Zaitegui por su triunfo envidiable y felicitémonos de que haya vinculado en él su nombre a una creación poética, nueva flor de antología, orgullo de nuestra literatura en plena floración primaveral, y con títulos bastantes para que no la desdeñasen, para que la acogiesen con honra cualesquiera otras, por mucho y muy legítimamente que blasonen de ricas.
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