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Biotz begietan / Xabier Lizardi / Verdes Atxirika, 1932

La cama Orixe / El Día, 1932-07-06

“Médico del cansacio, iluminadora del entendimiento, premio al trabajo, soñadero sabroso, lenitivo de penas, dueña de los perezosos” es la definición que “Lizardi” da en su primera estrofa. Comienza a elogiarla intentando rezar un Padrenuestro en sufragio de su inventor. Pero antes de emprenderla con los Padrenuestros, quiere desahogarse dando suelta a los versos que en tropel le vienen.

Cenando opíparamente, se enfrenta con la cama. Ante ella, los párpados se le humillan en actitud suplicante. Afirma las mantas por debajo del colchón, no sea que a media noche se descubra desvergonzadamente algunos de los pies. Sabrosa escena la de el desnudarse. Sus zapatos vuelan por el aire hasta dar en el techo. “Que sepan de este gozo mis vecinos, los de arriba y los de abajo”. Es invierno y le molesta tanta prenda de que desnudarse. “Ahí va la americana, ahí van los pantalones. A fe que tenían más juicio nuestros primeros padres Adán y Eva” que no se embozaban tanto.

Zambúllase en la cama -parece que se le ve- vence los primeros escalofrios. Comienza su breve conversación.

¡Ai nolako zoroak
gauez kalerik kale
ibil oi diranak!
¡Arkiko al dituzte
asun miñez beterik
iñoiz beren oiak!

Esta exclamación recuerda aquella de Horacio contra el impío hijo que estrujara la garganta de su padre: “edad cicutis allium nocentius”: sea condenado a comer ajo, más dañino que la propia cicuta.

“Valientes majaderos -prorrumpe “Lizardi”- esos que de noche van recorriendo calles! Así den cualquier día en una cama llena de picantes ortigas!”.

El viento, el granizo, piensan estorbarle el sueño; pero “no hay canción de cuna semejante para los niños creciditos que ha tiempo la abandonamos”. El pensamiento de una mañana lo lanza de sí como cosa pecaminosa, con una sentencia parecida a la evangélica de “sufficit diei malitia sua”, bástale a cada día su afán: “a cada sía síguele una noche para que se descanse de lo hecho”.

Va a dormir; “se me cierran los ojos, la cabezota se me atontece, el respirar… re-tar-da-se-me…” comienza a soñar. El ensueño es dulcemente poético:

Ames dagit, basoan
il nauela, parreaz,
maitagarri batek
ta, gozorik, illeta
abesten didatela
abesten didatela
berreun milla lorek.

Sueño que en el bosque un hada matóme con su risa, y que doscientas mil flores me cantan dulce funeral.

Ames dagit nautela
tximirritek eortzi
abaraska baten,
ta illoba, lasaiki
ta ixilka, ari naizela
parra-parra yaten.

Y sueña, sueña, pero se le figura que sus lectores roncan profundamente. Se despide de ellos, pero se le olvidaba rezar el Padrenuestro prometido en sufragio del inventor de la cama. “Bien que, es de esperar que el pobrecillo, con lo bendito que debía de ser, goce ya de la gloria. En cuyo caso ninguna falta le hacen mis Padrenuestros. Siendo esto así, puedo dejarlo para mañana…”

Esta es una poesía llena de salud espiritual, por decirlo así, llena de buen humor y salpicada de meritorio humorismo. Descontado el hecho de su originalidad, un recuerdo nos trae, lo haya o no lo haya tenido presente su auto: la “Cena jocosa” de Baltasar de Alcázar. Nuestro poeta escoge, no la dice positivamente: “cenemos Inés, si te parece primero”. Terminada la cena, no quiere volver al cuento. “Las once dan, yo me duermo, quédese para mañana”. Hay semejanza en el proceso de la composición y en el espíritu de la poesía: hay originaldad en el asunto y en su desarrollo. Si la “Cena jocosa” ha tenidola fortuna de ser coleccionada entre las cien mejores poesías castellanas, “La cama”, no inferior, creemos que bien pudiera tener lugar entre las cincuenta mejores vascas.

Cierto que “Lizardi” no es aún (1919) el poeta de “Biotzean min dut”, ni de “Urte-giroak”, pero nos revela desde luego la madurez de juicio que siempre le acompaña, y una casualidad sobresaliente en él: la perfecta adecuación entre lo que piensa y lo que de la pluma le brota. Señal evidente no sólo de su gran dominio del lenguaje, sino también de su rara veracidad, atributo raro en los poetas, que aun involuntariamente exageran su estado de ánimo, o falsean, sin quererlo, su pensamiento.

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